"Yo prefiero fracasar con la plata
de otro”, fue la respuesta sincera de un compañero de clase hace algunos años
cuando le preguntaron por qué no se arriesgaba a crear empresa. Detrás de esa
honesta frase descubrí el temor de los superejecutivos a dos cosas: perder su
estatus y empeñar su patrimonio. Estas variables son las que los hacen poco
aptos para emprender.
De hecho, uno más se entusiasmó con
la posibilidad de montar una gran compañía de distribución pero el impulso le
duró un mes, cuando revisó las cifras y se dio cuenta de que el margen sería
mínimo y el esfuerzo máximo. “Mi mujer me ahorca donde me llegue a quebrar con
esa idea”, justificó en su momento este vicepresidente de una destacada
industria láctea nacional.
En cambio, un emprendedor que ganó
el Premio Gacela hace unos cuatro años aseguraba que a la gente como él siempre
la diferenciaba la fe en que, al tirarse de un barranco, en el camino le iban a
salir alas. “Toda la familia ha entendido que cuando se puede se puede, y
cuando no, pues no”, afirma él con respecto a las restricciones económicas que
ha tenido que sortear en diferentes etapas.
Un presidente, o vicepresidente de
gran empresa no tiene este sentido del riesgo, ni siquiera se lo imagina porque
está acostumbrado a contar con recursos de sobra para actuar: contrata a los
mejores profesionales, tiene recursos de capital para pagar su nómina aún en los
peores tiempos, dispone de préstamos bancarios e inyecciones de capital de los
socios para invertir en innovaciones y nuevos proyectos.
Es por estos factores que estoy en
desacuerdo con aquella tesis de que las grandes, medianas y pequeñas empresas
actúan de la misma manera. Esto es totalmente falso, porque el comportamiento
de un negocio se enmarca en el estilo de su líder y están muy lejos de ser
comparables los Superejecutivos, que se acostumbran a vivir a todo taco, y los
Superemprendedores que pueden demorarse hasta 20 años en llegar a tener un
nivel de vida respetable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario