Hace un par de años le dije a mi hermano, en son de broma,
que dadas sus grandes dotes para relacionarse con la gente, hablar en público y
ganarse la credibilidad de muchos sería bueno que montara una iglesia. Él no
pudo más que reírse, pero lo cierto es que la revista Semana en su edición de este
domingo reveló que cada ocho días en Colombia se tramitan ante el Ministerio
del Interior 85 permisos para crear un nuevo culto.
Esas cifras no sólo confirman el impresionante nivel de ‘emprendimiento’
que hay en este segmento sino lo hábiles que son sus fundadores para alcanzar
el éxito económico aplicando todas las reglas para lograr que un nuevo negocio
se consolide:
1.
Identifican con maestría las necesidades de su ‘cliente’:
salvo contadísimas excepciones, el que llega a una secta va con grandes problemas
o necesidades espirituales así que está ansioso de encontrar un sitio en donde
le den soluciones y esperanzas para su vida.
2.
Desarrollan un lenguaje acorde a su público: el
estilo de la comunicación hace creer al ‘cliente’ que ese producto o servicio
está hecho a su medida.
3.
Le dan ’valor agregado’ al producto: la promesa
de compensaciones futuras, en el más acá o en el más allá hace que el cliente
perciba un enorme valor en el producto que recibe de este tipo de sectas, así
que está dispuesto a pagar el 10% de su ingreso
así se quede sin plata para el bus o para el mercado porque está seguro
de que Dios le premiará su generosidad con su maestro.
4.
El voz a voz y las estrategias BTL son las más
efectivas para el negocio: crean y desarrollan unas fuertes redes de apóstoles
que se encargan de propagar su doctrina y reclutar nuevos feligreses.
5.
Maximizan la utilidad, minimizando los gastos:
su carácter de entidad sin ánimo de lucro les permite pasar de agache ante las
autoridades tributarias y sacarse la platica.
6.
Tienen una clara estrategia internacional:
convencidos de que la diversificación es lo más seguro divulgan su mensaje y
sus ingresos en otros países.
Lamentable, en todo caso, que se juegue con las necesidades
de las personas para lucrarse y vivir al estilo de las grandes estrellas del
cine, mientras que los feligreses siguen entregando sus escasos ingresos con la
esperanza de que Dios les cumpla las promesas de sus pastores. Y más penoso aún
que el Estado no les pida cuentas claras.
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