Que lance la primera piedra el que no haya sentido pánico
de que otros piensen que fracasó, especialmente sus padres y familiares, en
alguna etapa de su vida. Este particular temor les ha impedido a muchos llevar
a cabo sus sueños y planes, llevándolos al final de sus vidas a sentir que de
verdad fracasaron.
Un reconocido dirigente gremial murió envenenado por la
amargura de no haber logrado su sueño de ser músico. En cambio, se convirtió en un admirado
ejecutivo que tuvo el mundo a sus pies durante muchos años. Sus amigos dicen
que tanta rabia se convirtió en un cáncer que se lo llevó rápidamente. El
brillante vocero gremial nunca fue capaz de enfrentar a su familia, de
tradicional apellido y rancio abolengo en el Eje Cafetero.
Algo muy similar me ocurrió hace 12 años, cuando decidí
convertirme en emprendedora. Tenía un buen empleo, con un salario bastante
satisfactorio, un cargo de dirección y tranquilidad en mi vida cotidiana.
Cumplía un horario fijo, disfrutaba mis fines de semana, me iba de vacaciones
totalmente desconectada de mi trabajo y no me preocupaba pensando de dónde
saldría la plata para pagar trabajadores y arriendo. ¡Mi vida era perfecta!
Pero un buen día decidí que esa perfección me tenía
incompleta. Le anuncié a mi mamá la noticia y por poco se infarta; durante más
de seis meses se dedicó a convencerme de la locura que iba a cometer. Apeló a
muchas justificaciones racionales y menos racionales para evitar que yo pasara trabajos. Pero como suele ocurrir
cuando tomo una decisión, mi terquedad triunfó. Constituí mi empresa y empecé
mi camino.
Muchas piedras se me han atravesado desde entonces. Pero
la más difícil de superar ha sido la del temor al Fracaso, ese fantasma
insistente que al principio nos desvela y luego se convierte en un aparente inofensivo
acompañante. El primer año se aparece cada cierto tiempo, cuando sentimos que
vamos por un rumbo equivocado. Con el tiempo creemos dominarlo, incluso lo
ignoramos, hasta que una nueva piedra o peñasco cae sobre nuestro camino.
Lo he tenido que ver tantas veces que he logrado entender
su raíz en las absurdas exigencias de no quedar mal ante los demás. Con
sinceridad, fracasar no sería tan agobiante si lo pudiéramos vivir en la
intimidad de nuestra casa, aislados del mundo, encerrados en una cueva a salvo
del qué dirán.
Pero como es imposible lograr este beneficio del fracaso
a solas, tenemos que trabajar ese temor y convertirlo en un aliado. En
economías como la de Estados Unidos un empresario puede fracasar muchas veces y
le vale un bledo el qué dirán porque ve esa circunstancia como un aprendizaje.
Como le ocurrió a Thomas Alva Edinson cuando alguien le peguntó si no se sentía
fracasado tras cerca de 10 mil intentos fallidos por crear la bombilla incandescente.
Con la confianza que solía exhibir, el inventor respondió: no he fracasado, solamente
he identificado 10 mil formas que no funcionan para llevar a cabo mi invento.
Dejemos el temor al fracaso a un lado, olvidémonos del
qué dirán y sigamos adelante con nuestro empeño. Al final, tendremos la
satisfacción de haber hecho lo que nos llenaba y no lo que los demás esperaban
de nosotros. ¿Acaso no se trata de eso la felicidad?
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