Frente a mi casa hay una sede de la
cadena de gimnasios más conocida del país. Y allí entrené durante varios años
de manera entusiasta hasta que al quedar embarazada de mi segunda hija suspendí
mi disciplina. Han pasado cuatro años desde entonces y nadie me ha llamado a
preguntar por qué no volví.
Recientemente cambiaron el piso y ampliaron el salón de clases grupales
para justificar el incremento de la tarifa con una nueva segmentación que no
existía.
Pero como es la única opción decente en
el sector donde vivo la demanda es alta. Ahora sólo ruego que pronto les llegue
la competencia para que los obligue a recordar que existe un concepto clave en
todo negocio: servicio al cliente.
No soy la única que ha vivido esta
experiencia. Con mi esposo pensamos que ya se parecen más a una aerolínea que a
un gimnasio porque sobrevenden la sede con la esperanza de que menos del 50%
aparezca por allá. En las horas de alto flujo (a partir de las 5 pm) no les
cabe un alma. El ambiente es pesado y lo manejan con ventiladores que esparcen
olores poco agradables. Los equipos de entrenamiento están apiñados en un salón
ampliado a las malas.
Hace dos meses quise probar de nuevo y
compré un bono de Groupon, con una tarifa razonable (un 40% más económica que
la nueva ofrecida tras la ‘remodelación’). Pero las clases de rumba, que tanto
disfrutaba, me parecieron monótonas, sin novedad. Me sentí como en una película
de hace cinco años, con la misma música y el mismo ritmo.
Además, ‘casualmente’ para la fecha de
vigencia de la promoción iniciaron la famosa remodelación así que el mes de
gimnasio se redujo a dos semanas porque cuando quise ir durante los días de
obra el ruido, el polvo y el olor a químicos hacía imposible realizar el
entrenamiento. Ese hecho ’inesperado’ incrementó mi decepción.
La competencia duele, pero es sana. Y a
esta cadena que ha ganado premios y reconocimientos le hace falta una buena
dosis de competencia para que empiecen a valorar a sus clientes y dejen de
‘marranearlos’.
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